jueves, 6 de agosto de 2009

Los mismos perros de presa (relato)


Estás en la misma ciudad de siempre, te dicen, pero sabes bien que ahora es otra y que debes ubicarte en 1989, casi diez años atrás. Tienes la sensación de que todo eso es muy remoto, realmente inalcanzable. Pero las coordenadas no sirven de resguardo y ahora te exigen, solapadamente, una relación de la vida que llevabas entonces. Te dicen que nada te obliga, pero comprendes, en ese cuarto gris, que te conviene hablar. Alguien aduce que la ocasión es buena porque así puedes recuperar ese tiempo para tu memoria, pues en los últimos años siempre te quejaste de que era una década nebulosa en tu vida, y entonces se te clava la primera pregunta: ¿cómo saben eso de ti? ¿Dónde estás y qué está pasando? Cierras los ojos buscando una conexión pero no encuentras nada, sólo te sientes suspendida en un enorme cansancio. Vuelven a preguntar, sin saber que se trata de un intento inútil: esa parte de tu vida es oscura porque, cuando fue necesario ocultarte de todos, también lo hiciste de ti misma y el miedo lanzó un manto sobre tu memoria.

Pero ellos te ponen en el apremio de ser más precisa: saben que no siempre te ocultaste sola y sueltan por primera vez el nombre de Elvira y es como si te agujerearan el cerebro: ¿cómo pueden saber de ella y de ti? Quieres decirles que ese interrogatorio es una mala idea, no tienes nada que informar: investigaron bien las apariencias y eso tan sólo los pone al mismo nivel que tú. Vivías junto a ella al margen de todo y ahora ellos quieren saber de la ciudad de entonces. ¿Qué importaba la ciudad para quienes habían elegido una vida de topos en las alcantarillas? Podrías hablarles de algunas calles, de ciertos escondrijos, de dos muchachas golpeándose o besándose en la madrugada. Pero todo eso ya lo saben y le dan un viraje a la conversación. Retroceden aun más en el tiempo y te preguntan por tus veinte años. Quieren saber de tu temprana juventud. Les respondes que entonces no te dabas cuenta de que fueras joven. Te miran con impaciencia y te pasan a otro cuarto.

Mientras esperas, entiendes qué es lo que verdaderamente les interesa. Empezaron con Elvira para que supieras cuánto conocen de ti, pero en el fondo saben bien que no tienen nada qué buscar en ese período de tu vida; en realidad quieren saber de Alfredo, pero, ¿por qué después de tantos años? Todos esos años en los que te creíste a salvo.

Debes recordar canciones —insisten— haber seguido una moda, estar al tanto de lo que ocurría a tu alrededor. Dices que siempre te has peinado y vestido igual, que nunca te interesó la música. No hablas de lo que ocurría entonces —de lo poquísimo que no pudiste olvidar. Sabes que bajo ningún aspecto puedes mencionar a Alfredo.

Pronto comprendes por qué te cambiaron de cuarto. Proyectan imágenes en la pared: una fotografía en la que apareces con un aire de hippie trasnochada (ya eran los ‘80) junto a un joven de barba y lo confirmas: todo esto es por Alfredo. En esa época todo parecía seguir un curso adecuado, dice uno de ellos con sorna. Tú piensas que en verdad todos ellos saben más de lo que creen: todo parecía seguir un rumbo correcto en ese tiempo; y la burla en tu rostro no deja espacio para que se note la turbación.

Te muestran otras fotos en las que apareces con un grupo y respondes la verdad: no recuerdas sus nombres, sólo los veías casualmente. No les dices que estaban muy ligados a Alfredo y que tú nunca quisiste saber demasiado. Vuelven sobre esa imagen que los muestra juntos a los dos. Te preguntas cómo la consiguieron si tú misma llevabas años sin verla. Dices su nombre porque sabes que hace años se fue lejos. Pero no podrías decir nada sobre los demás: no tienes idea de qué pasó con ellos, aunque te imagines algunas cosas. Cambian de imagen y de nuevo aparece la foto del grupo. Te quedas absorta mirando cómo eras entonces. Comienzan a notar el brillo de tus ojos. Les dices la verdad: habías olvidado por completo las vacaciones en aquella casa de campo. Insisten, pero sigues sin hablar. No comprenden que te cuesta mucho articular los recuerdos, y que justamente ese año se hizo inevitable el cerco que lo destruyó todo. Que te entregaste, te encerraste como una planta marina que no despega sus hojas ni para procurarse alimento.

Hablas un poco a ver si te dejan en paz. Nombras gente que supones a salvo, cuentas lo que estudiabas, hablas de los bares, de las calles llenas de huecos, de las noches en que sólo deambulaban él y tú... Mientras tanto, notas que realmente vas recordando ciertos detalles: el barrio, el carro blanco atravesando la neblina de la montaña, los amaneceres en la playa, el crepúsculo reflejado en el espejo retrovisor, tu mano extendida fuera de la ventana tratando de detener el viento, el amor trasuntado en infinito...

Te llaman la atención porque llevas mucho tiempo callada. Hacen cualquier cosa para no perder tiempo con tu silencio. Seguramente ellos también tienen su vida allá afuera y la viven sin recordar las imprecisiones que te van arrancando y que anotan en un cuaderno. Adónde irá eso, te preguntas. ¿Cuándo te dejarán descansar?

Vuelven a buscarte al día siguiente. A propósito no apagaron la luz, para que pudieras llamarlos en caso de que recordaras algo (hasta entonces llevabas muy bien la cuenta de las horas transcurridas). Pero no eran pacientes aquellos buscadores de memoria: a pesar de la luz inmutable, una vez comprendiste que te despertaban en plena noche. Estaban llegando a su límite y ocurrió algo inimaginable: te mostraron una fotografía de Elvira y te advirtieron que la buscarían si ése era el único modo de obtener información... Te quedaste embelesada mirando su rostro y sólo sentiste miedo cuando te arrancaron el retrato de la mano.

Con ella habías comenzado a recuperar la normalidad después de esos meses vagando a escondidas, siempre drogada, evitando los lugares fijos. El confinamiento que elegiste con ella te devolvió la tranquilidad perdida cuando te viste obligada a desaparecer, irremediablemente separada de Alfredo. Y durante los minutos que esos hombres te permitieron tener su retrato, volviste a sentir aquel alivio, aquella tibieza.

Llevabas años sin tener noticias suyas; pero, si la encontraban, sabías que ella tampoco tendría nada qué decir. Temiste por ella. Sin darte cuenta, a medida que perdías el control del tiempo, se había apoderado de ti una cautela, la sombra de un péndulo cada vez más cercano. Sólo al ver de nuevo su rostro comprendiste que tenías miedo, que debías temer. Que ese encierro inexplicable, ese interrogatorio eterno, no acabaría sólo porque no recordaras o no le encontraras sentido. La cara de Elvira te hizo ver que no bastaba tu conciencia del absurdo para poner fin a aquello. Por primera vez miraste un poco hacia atrás intentando recordar los días anteriores a esas paredes grises. Logras ver un dormitorio, un teléfono. El sonido ininterrumpido del televisor, las cortinas cerradas. Te traían algo de comer y cigarrillos. Tú los pedías por teléfono y dabas un número al que cargaban la cuenta. Recuerdas las pastillas: creíste haber llevado suficiente. Llegó el día de la decisión y tomaste todos los frascos que quedaban. No lo hiciste porque extrañaras a nadie. Ya llevabas varios años sola de nuevo, deambulando siempre drogada con tranquilizantes, decidida a no volver a apegarte a nada. Quisiste escribir una nota pero no supiste a quién dirigirla. Y, pastilla tras pastilla, en grupos de cinco, todo se fue oscureciendo. Si todo hubiera salido bien, te habrían descubierto después, descompuesta. Un cadáver que nadie habría reclamado. ¿Cómo imaginar que había sabuesos tras de ti luego de tantos años? De pronto sentiste que eran ellos quienes te debían una explicación: ¿cómo habían logrado sacarte de aquel dormitorio? ¿Por qué te habían traído aquí? ¿Cómo habían dado contigo? La furia salió como un vómito que los sorprendió a todos. Luchaste. Violaste por primera vez el límite silencioso que te habías impuesto. Peleaste hasta que te derribó el primer puñetazo.

Ahora te tienen atada a una cama dura, no puedes mover la cabeza pero el frío del metal te indica que no hay colchón. Un ruido constante te produjo al despertar la sensación de que estabas aún en aquel dormitorio en dónde habías decidido sepultarte. Pronto el ruido se transformó en voces, tal vez quejidos, que llegaban del otro lado de la pared. Ya ha pasado un rato y cada vez que vuelves a despertar crees que la escuchas a ella y te recuerdas llamándola por teléfono desde ese hotel donde diste todo por consumado, y te cuelgas de la dulzura de su voz mientras la oscuridad te va arropando. Un pensamiento terrible te sacude: si ya no estás en el hotel, ¿cómo puedes tener la sensación de su voz? ¿Es posible que sean suyos los quejidos de al lado? ¿Acaso la entregaste? ¿Acaso te arrancaron lo único que habías decidido no olvidar? Quieres salir pero es como si estuvieras sujeta con clavos. Sientes dolor. Un dolor idéntico al que te infligieron antes de caer en ese sueño extraño. También la tienen a ella. La tuvieron desde el principio. Sólo de Elvira podían haber obtenido esa foto que las mostraba juntas. Otras cosas tuyas, que habías dado por perdidas para siempre, las había ocultado ella para que nada se interpusiera entre las dos. Ese retrato de 1980 por ejemplo. Eso probaba que la habían encontrado primero que a ti. No. Las encontraron al mismo tiempo. Tú, moribunda, le pusiste sin querer una celada al llamarla por teléfono, y mientras te reponías, los verdugos se ocuparon de ella.

¿Y por qué no te tomaron antes si conocían tu paradero? Tal vez pensaron que estabas en ese cuarto por otras razones y que, si esperaban, los conducirías a alguien más. Cómo llegaron a ti era un misterio. Sin duda, alguien había sido descubierto antes y había hablado. Quisiste controlarte, tratar de comprender cómo había ocurrido esto después de tantos años, cómo era que ellos aún seguían buscando.

Volviste a repetirte que en ese tiempo vivían ocultas, ajenas al mundo. Que la huida de los ojos de todo les había hecho imposible ser testigos de algo. Que te habías unido a ella cuando había pasado demasiado tiempo de aquel asunto malogrado, cuando ya tu mente había dejado atrás todo ese fracaso. Recordaste que al salir de tu ocultamiento ni siquiera habías intentado saber lo ocurrido con los demás; te bastaba la certeza de que Alfredo había tenido tiempo de irse lejos. Luego habías vagado evitando cualquier compañía duradera hasta que encontraste a Elvira. Nunca le contaste nada concreto. Los pocos objetos que conservabas poseían apenas un valor personal. Pero ahora era indudable que la tenían en el otro cuarto y le habían arrancado todo lo que habían usado contigo: las fotos, el nombre de Alfredo, la historia de las dos. Ella no sabía nada más. Por eso usaban su martirio para provocarte. Los secretos de él ella nunca los supo y tú los desterraste de la memoria porque no querías volver a saber nada de ese episodio y porque tampoco querías que nada se interpusiera entre las dos. Si ella guardó la foto de Alfredo, fue sólo para que no volviera a estar al alcance de tus ojos.

Comienzas a gritar que traigan la foto de él otra vez, que lo contarás todo pero que la dejen en paz. Nadie viene. Gritas para que te oigan, para acallar los quejidos de ella o reventarte en el grito. Chillas hasta que te das cuenta de que ya no se cuela su voz entre el silencio. Como ese ruido suspendido, tu cuerpo no se mueve hasta que oyes los pasos que se aproximan: ahora te toca a ti.

Mientras el metal de la puerta se somete al repliegue del cerrojo, sólo una imagen te viene a la mente: ella está exánime. Te rompes la cabeza tratando de recordar. Estás totalmente dispuesta a esta delación estúpida, extemporánea. Pero tu memoria no responde. Te va a pasar lo mismo que a ella, te van a destruir porque no podrás decirles lo que quieren escuchar. No te salvarás ni podrás liberarla a ella. Cuando los ves entrar, sólo puedes pensar en una cosa: igual que en ese libro que una vez leyeron muy juntas y unidas, estás presenciando cómo los mismos perros de presa han hallado sus distantes esqueletos, no para sacarlos de la tierra sino para sepultarlos en ella.

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